El sorpresivo arribo de Cisneros a Montevideo provocó cierto descontento en Buenos Aires. El flamante virrey había ordenado la entrega del mando fuera de la sede gubernamental de Buenos Aires, lo que fue considerado un agravio por su antecesor, Liniers. Sin embargo, el Cabildo tomó la decisión de recibirlo como el garante de un orden público bastante resquebrajado, según sus miembros. La opinión pública, es decir los habitantes de Buenos Aires, no mostraron entusiasmo alguno por su figura. Quienes sí se mostraban preocupados eran los miembros de las fuerzas militares. Dicho estado de ánimo resultaba perfectamente entendible. El cambio de Liniers por Cisneros perjudicaba los intereses de aquellos militares criollos que habían adquirido una gran influencia gracias a su participación en la defensa de Buenos Aires durante las invasiones inglesas, y luego durante el mandato de Liniers. Temían que Cisneros los juzgara “hombres de Liniers”. Otro factor de perturbación fue la designación de Elío como subinspector general de las tropas del Plata, catalogada como una ofensa a raíz de las tensiones con la ciudad de Montevideo. Por último, el nuevo escenario era considerado un triunfo para quienes habían sido derrotados en los hechos acaecidos en enero (1). El terreno se estaba sembrando con las semillas revolucionarias.
Quien supo analizar con extrema sagacidad lo que estaba aconteciendo por esas horas fue Manuel Belgrano. Consideró que Cisneros carecía de autoridad para ejercer el poder en el Río de la Plata por una simple y contundente razón: la autoridad que lo había designado no era legítima. Proponía, por ende, la desobediencia a un gobierno ilegítimo que, en plena decadencia, tenía la intención de continuar sojuzgando a los pueblos rioplatenses. Pese a no sentir por su persona mucha simpatía Belgrano visitó a Saavedra para convencerlo de que abrace la cruzada contra el yugo español. Según el citado Marfany esa reunión tuvo lugar el 11 de julio de 1809 con resultados poco satisfactorios para Belgrano. En efecto, el creador de la futura bandera nacional se encontró con personas que no comulgaban con sus ideales revolucionarios. La grieta comenzaba a emerger. Según consta en las actas del Cabildo y en lo que escribió el propio Belgrano las reuniones militares y las juntas de comandantes efectivamente tuvieron lugar (2). Si bien varios militares se mostraron indecisos, es justo reconocer en honor a la verdad histórica que hubo consenso en torno a la imperiosa necesidad de resistir la autoridad del flamante virrey. Si la rebelión no se produjo fue gracias a que Liniers tomó la decisión de entregar el mando. De esa forma se evaporó transitoriamente el clima conspirativo surgido a raíz de la designación de Cisneros. Saavedra también había puesto su grano de arena para tranquilizar los ánimos, pero ello no significaba la extensión de un cheque en blanco a las nuevas autoridades.
(1) El 1 de enero de 1809 una delegación del Cabildo exigió la renuncia del virrey Liniers. Su suerte parecía echada. La presión era tan fuerte que decidió presentar su renuncia por escrito. Los revolucionarios pro españoles dieron por descontado el derrocamiento de Liniers. En cuestión de horas el panorama cambió radicalmente. Saavedra, seguro de contar con más tropas que los sublevados, avanzó sobre la plaza mientras él ingresaba al fuerte protegido por una escolta. Al sentirse apoyado, Liniers intimó a los sublevados a que se rindieran. Cuando el choque armado era inevitable las tropas comandadas por Álzaga se dispersaron. Las sanciones fueron muy severas: las tropas intervinientes en la asonada fueron disueltas y sus jefes fueron desterrados a Patagones, que en aquella época era como obligarlos a emigrar a la Siberia. Además, el Cabildo perdió gran parte de su influencia.
(2) “Llamó Cisneros al virrey saliente (Liniers) y a los comandantes a Colonia, donde según los capitulares, “se desengañaría con (su) desobediencia, de (sus) verdaderas intenciones”. Pero ante el llamado de Cisneros, añade Saavedra, “al momento Liniers se presentó en la Colonia; en seguida hicimos nosotros lo mismo sin la más ligera repugnancia”. Cisneros pasó a Buenos Aires el 29 de julio. Saavedra termina diciendo que: “verificó su viaje el nuevo virrey y fue recibido del mando sin oposición ni contradicción alguna”, Floria y García Belsunce, Historia de…, p. 2281.
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El desembarco de Cisneros en Buenos Aires
Al arribar a Buenos Aires el nuevo Virrey se encontró con un clima político que ni era tan tempestuoso ni tan calmo. Todo parece indicar que el pueblo de Buenos Aires lo recibió con amabilidad. Ello se debía porque, por un lado, la opinión pública aún no se había anoticiado de lo que estaba sucediendo en España y, por el otro, porque la presencia del nuevo Virrey no podía más que acaparar la atención de todos. Además, un acontecimiento semejante era propicio para ocultar aquello que el poder no quería que la población se enterase. Sin embargo, no todo era un lecho de rosas. Como bien señala Ricardo Levene “no sólo eran innumerables y graves los asuntos internos del Virreinato a mediados de 1809, sino que los resortes del gobierno se habían aflojado por completo, desgastados por su uso violento, indóciles a la voluntad dirigente” (1). En lenguaje contemporáneo, Liniers le dejó a Cisneros una “pesada herencia”. El problema de ingobernabilidad era muy serio. Escaseaban los recursos políticos, económicos y militares, abundantes en épocas pretéritas. El circo montado en torno a la ceremonia de asunción de Cisneros no podía ocultar la cruda realidad.
La dirigencia de Buenos Aires vivía aquellos momentos con marcada tensión. Había dirigentes que se mostraban partidarios de Cisneros, aunque costaba creer que fueran sinceros. Otros no ocultaban su disconformidad e insatisfacción, y otros se oponían a la presencia de Cisneros en una clara actitud antisistema. Para colmo, la fuerza militar había entrado en estado deliberativo, lo cual no hacía presagiar un clima afable para Cisneros. Apenas tomó las riendas del poder el flamante virrey ordenó un censo para determinar el número de extranjeros. Realizado en un total hermetismo, fue la herramienta utilizada por Cisneros para sacárselos de encima de manera gradual. Evidentemente no confiaba demasiado en ellos. En agosto se produjo una sublevación militar con motivo de la designación de Elío, la que pudo ser controlada luego de que el gobierno cediera a la amenaza. Al mes siguiente Cisneros se quejó por el elevado sueldo que Liniers había otorgado a las tropas de veteranos y urbanas, pero optó por mantener el statu quo. Consciente de la difícil situación reinante el virrey se convenció desde el principio que no debía “molestar” a la fuerza militar. Y para que no quedara ninguna duda acerca de su intención de ejercer un férreo control social sobre la población, en noviembre creó el Juzgado de vigilancia política “en mérito de haber llegado a noticia del Soberano las inquietudes ocurridas en estos sus dominios y que en ellos se iba propagando cierta clase de hombres malignos y perjudiciales afectos a ideas subversivas que propendían a trastornar y alterar el orden público y el gobierno establecido” (2).
Cisneros no tomó estas medidas por capricho. Era evidente su capacidad para percibir de entrada el escenario sobre el que debía moverse. La creación de una policía política obedecía al temor que sentía por la endeble estabilidad política e institucional. El virrey, hombre de armas con vasta experiencia y político astuto, no tuvo más remedio que garantizar el monopolio legítimo del uso de la fuerza, requisito esencial de todo sistema de dominación. ¿Por qué obró de esa manera? Porque seguramente temió que en poco tiempo lo derrocaran. Olfateó muy pronto el clima que estallaría apenas un año más tarde. Evidentemente la situación lo sobrepasó. Fue incapaz de neutralizar aquellos factores de poder que se pusieron en su contra apenas pisó el suelo de Buenos Aires. Su intento de reorganizar las fuerzas militares tampoco dio los resultados apetecidos. Era evidente su carencia de legitimidad.
Para colmo, el factor económico ejercía una notable influencia. A comienzos del siglo XIX Europa era el escenario de un desarrollo notable del sistema capitalista apoyado en el principio de la libertad económica. Surgieron nuevas actividades económicas que, al introducirse en territorios como el del Virreinato del Río de la Plata, colisionaron con las reglas económicas que imperaban hasta entonces. Los intereses que se vieron afectados fueron muchos. El monopolio comenzó a verse seriamente amenazado por el principio de la libertad económica. Fue así como se articularon y vincularon intereses que hasta ese momento habían carecido de un rumbo fijo. El puerto de Buenos Aires y los ganaderos eran plenamente conscientes de los beneficios de la apertura comercial. En la ciudad los comerciantes y los hacendados que residían cerca del límite con Buenos Aires sabían cuáles debían ser sus demandas. A ellos deben agregarse los comerciantes de España cuyos intereses eran resguardados por sus representantes en Buenos Aires, los comerciantes españoles europeos y los extranjeros no españoles, donde predominaban los británicos.
Fue, qué duda cabe, una prueba de fuego para el flamante virrey. Lo fue porque debió extremar su cintura política para garantizar la coexistencia de intereses antagónicos y que, además, fuera económicamente sustentable. En términos actuales se podría decir que Cisneros no tuvo más remedio que satisfacer demandas influyentes y antagónicas sin caer en el populismo. Como era lógico y previsible, fueron los comerciantes españoles quienes le exigieron un tratamiento de privilegio. Pero si el objetivo era lograr un precario equilibrio, no tuvo más remedio que permitir el comercio legal con Gran Bretaña siempre dentro de determinadas restricciones definidas por el Consulado. Para colmo, hacía cinco meses que las tropas no cobraban y los recursos escaseaban. Ello explica la impotencia de Cisneros para combatir el contrabando, una práctica habitual en aquella época.
Su intención de dejar contento a todo el mundo tropezó con serios obstáculos. Los comerciantes españoles y los peninsulares utilizaron el Cabildo y el Consulado para ejercer su poder de lobby en beneficio de sus intereses. Ello explica su dura oposición a la intención del virrey de imponer el libre comercio. En defensa del proteccionismo y el monopolio tuvieron la habilidad de cubrir sus intereses haciendo hincapié en la importancia de velar por el porvenir de los artículos y artesanías del interior del país. Tampoco se privaron de hablar de moral y religión. El gran defensor de las industrias nacionales fue Miguel Fernández de Agüero. Robusteció su postura con datos de la realidad de Mendoza, San Juan, La Rioja y Catamarca (el cultivo de la vid) y de Corrientes y Paraguay (las maderas empleadas para la construcción de embarcaciones); y rememorando los quebrantos sufridos anteriormente por las industrias en las provincias. Sin embargo, no logró ocultar lo que era evidente hasta para el más lego: su única intención era defender los intereses de los comerciantes españoles. Además, no dijo nada respecto a un asunto central: las crisis enumeradas carecieron, las más de las veces, de conexión alguna con la apertura indiscriminada del comercio. Y se privó de utilizar un argumento difícil de rebatir: ante el creciente poderío del imperio inglés el monopolio defendido por los españoles no sería sustituido por la libertad comercial sino por el monopolio inglés. Podría haber dicho lo siguiente: “Está bien Cisneros, eliminemos el monopolio español. ¿Pero usted cree que será reemplazado por una absoluta libertad comercial? No, lo que pasará es que ese vacío será ocupado inmediatamente por el monopolio inglés. ¿Eso es realmente lo que desea?” Cisneros se hubiera visto en figurillas para contestarle. Fue entonces cuando Mariano Moreno publicó su histórico escrito “La representación de los hacendados”. En dicho escrito Moreno esgrime razones económicas para sostener que los principios de la libertad de comercio se instituyeran de manera provisoria hasta que el actual sistema de comercio fuera sustituido por otro, tan estable como aquél. El documento ponía en evidencia la influencia que ejercieron sobre quien sería el jacobino secretario de la Primera Junta, autores como Quesnay, Filangieri, Jovellanos y Adam Smith (3).
El entuerto tuvo su fin con la sanción del Reglamento de libre comercio de 1809 y una posterior medida cuyo objetivo era impedir la entrada a piacere de los extranjeros y su eventual residencia definitiva en el Río de la Plata. Los datos de la economía le dieron la razón al virrey. En apenas cuatro meses los recursos que ingresaron al Tesoro fuero equivalentes a los recursos de todo 1806. Sin embargo, Cisneros orientó su accionar más con criterio político que criterio económico. Le preocupaba sobremanera, fundamentalmente por razones estratégicas, que los ingleses que ingresaran al río de La Plata pretendieran permanecer más tiempo del permitido. Al fin y al cabo, Cisneros era miembro de un imperio y lógicamente desconfiaba de quienes fueran miembros de otro imperio competidor. Ello explica la dureza con que fueron tratados al principio los comerciantes británicos. En efecto, sólo disponían de ocho días para cumplir con sus obligaciones de negocios para abandonar el Río de la Plata. Tiempo después ese plazo se extendió a cuatro meses. El argumento esgrimido por lord Strangford, ministro británico en Río de Janeiro, era difícil de refutar: si España permitía a los comerciantes ingleses comerciar dentro de su territorio sin problemas ¿por qué no adoptaba igual actitud respecto a los comerciantes ingleses que deseaban comerciar libremente en el Río de La Plata? Evidentemente la colonia española era un preciado botín de guerra. Finalmente, Cisneros decidió a favor de los comerciantes ingleses. Es probable que la presencia amenazante de barcos de la armada británica haya tenido algo que ver…
Al despuntar 1810 la situación económica lejos estaba de ser apremiante. Es más, el futuro se mostraba amable con quienes habían demostrado su adhesión al nuevo régimen que asomaba. Ni los criollos ni los comerciantes británicos se veían afectados por el cambio que había comenzado a gestarse. Sólo había un grupo (los españoles europeos) que se quejaba pero estaba lejos del Río de La Plata. Si bien en aquel momento no provocó ninguna reacción virulenta, La Representación de los Hacendados señaló el rumbo económico elegido por quienes pretendían modificar de cuajo el sistema de poder vigente hasta entonces. En definitiva, el factor económico ayudó a la consolidación del cambio económico que acompañaría al cambio político que estallaría en poco tiempo.
(1) Ricardo Levene, La Revolución de Mayo y Mariano Moreno, Ed. El Ateneo, Bs. As., 1949, Tomo I, p. 370, en Floria y García Belsunce, Historia de los…., p. 283.
(2)Libro de comunicaciones del consulado, en Floria y García Belsunce, Historia de los…, p. 285.
(3) Floria y García Belsunce, Historia de…., p. 287.
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