“Una nación es un alma, un principio espiritual. Dos cosas que no forman sino una, a decir verdad, constituyen esta alma, este principio espiritual. Una está en el pasado, la otra en el presente. Una es la posesión en común de un rico legado de recuerdos; la otra es el consentimiento actual, el deseo de vivir juntos, la voluntad de continuar haciendo valer la herencia que se ha recibido indivisa. El hombre, señores, no se improvisa. La nación, como el individuo, es el resultado de un largo pasado de esfuerzos, de sacrificios y de desvelos. El culto a los antepasados es, entre todos, el más legítimo; los antepasados nos han hecho lo que somos. Un pasado heroico, grandes hombres, la gloria (se entiende, la verdadera), he ahí el capital social sobre el cual se asienta una idea nacional. Tener glorias comunes en el pasado, una voluntad común en el presente; haber hecho grandes cosas juntos, querer seguir haciéndolas aún, he ahí las condiciones esenciales para ser un pueblo. Se ama en proporción a los sacrificios que se han consentido, a los males que se han sufrido. Se ama la casa que se ha construido y que se transmite. El canto espartano: Somos lo que vosotros fuisteis, seremos lo que sois, es en su simplicidad el himno abreviado de toda patria. En el pasado, una herencia de gloria y de pesares que compartir; en el porvenir, un mismo programa que realizar; haber sufrido, gozado, esperado juntos, he ahí lo que vale más que aduanas comunes y fronteras conformes a ideas estratégicas; he ahí lo que se comprende a pesar de las diversidades de raza y de lengua. Yo decía anteriormente: haber sufrido juntos; sí, el sufrimiento en común une más que el gozo. En lo tocante a los recuerdos nacionales, los duelos valen más que los triunfos; porque imponen deberes; piden el esfuerzo en común. Una nación es, pues, una gran solidaridad, constituida por el sentimiento de los sacrificios que se ha hecho y de aquellos que todavía se está dispuesto a hacer”.
Ernest Renan: “¿Qué es una nación?” (conferencia en la Sorbona el 11 de marzo de 1882)
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Introducción
Marzo de 2008 fue un mes clave para el gobierno de la presidente Cristina Kirchner. Con su apoyo el ministro de Economía Martín Lousteau lanzó la Resolución 125 basado en un esquema de retenciones móviles para engrosar las arcas del Estado. Esta decisión desató una de las crisis políticas más graves desde la restauración democrática en 1983. La Sociedad Rural. Confederaciones Rurales Argentinas, Coninagro y la Federación Agraria tomaron la drástica decisión de desafiar la voluntad presidencial. Ese desafío se tradujo en cortes de rutas, discursos que asombraron por su violencia dialéctica y cacerolazos que se extendieron a lo largo y ancho del país. Los máximos dirigentes de las corporaciones mencionadas tuvieron la habilidad de elevar un reclamo sectorial a la categoría de defensa de los sagrados intereses de la Patria. Apoyados por el poder económico concentrado, los grandes medios de comunicación y los sectores medios y medios altos de la sociedad, “el campo” puso en jaque al gobierno nacional durante cuatro largos meses. Fue entonces cuando se popularizó la palabra “grieta”. Como el gobierno nacional no se amilanó ante la feroz embestida del “campo” la tensión política e institucional creció a tal punto que en un momento se temió por la estabilidad institucional.
La relación política amigo-enemigo enarbolada por Carl Schmitt se había instalado en el país. Dos grupos antagónicos se habían declarado la guerra poniendo en jaque la legitimidad democrática. Causó asombro el odio anidado en el espíritu de quienes participaron en los cacerolazos, odio que fue cuidadosamente alimentado por las usinas mediáticas opositoras al gobierno. Quedó de esa manera dramáticamente en evidencia la existencia de dos modelos antitéticos de país, dos Argentinas que jamás congeniaron. Por un lado la Argentina que enarboló desde siempre las banderas del orden conservador; por el otro, la Argentina que enarboló desde sus comienzos las banderas de lo nacional y lo popular. La Resolución 125 no hizo más que avivar un fuego que se había prendido en el lejano 25 de mayo de 1810 (saavedristas versus morenistas) y que nunca se apagó. La Resolución 125 no hizo más que poner en evidencia que nunca fuimos capaces de “tener glorias comunes en el pasado, una voluntad común en el presente; haber hecho grandes cosas juntos, querer seguir haciéndolas aún”. Nos demostró que jamás fuimos capaces de ser una nación, en suma.
¿Por qué nunca fuimos capaces de ser una nación? He aquí la gran pregunta. Se cuentan por millares los libros escritos intentando responderla. No es mi intención, por ende, pretender hacerlo. Lo que sí intentaré hacer es tratar de poner en evidencia la imposibilidad de la democracia como filosofía de vida de echar raíces en nuestro suelo. Nunca fuimos capaces de garantizar, a pesar de nuestras diferencias ideológicas, una convivencia basada en el respeto y la tolerancia.
Todos nuestros desencuentros, nuestra incapacidad para vivir en democracia, comenzaron a partir de la revolución que nos permitió independizarnos del imperio español. Esta afirmación no implica una valoración negativa de lo que aconteció el 25 de mayo de 1810. Todo lo contrario. Simplemente es una constatación de un fenómeno al que jamás logramos encontrarle solución: la lucha a muerte entre sectores antagónicos, ávidos de poder. En aquellas jornadas históricas comenzó a incubarse el germen de la discordia, la intolerancia, la violencia. Hasta el día de la fecha hemos sido incapaces de encontrarle el antídoto adecuado.
Lo que nos pasó a partir del 25 de mayo de 1810
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La antesala del 25 de mayo de 1810
La revolución del 25 de mayo de 1810 fue el fruto de un largo proceso social, político y económico que comenzó a acelerarse el 22 de febrero de 1809 cuando el marino Baltasar Hidalgo de Cisneros, residente en Cartagena, recibió una impactante noticia: había sido nombrado virrey en el Plata en reemplazo de Liniers. La Suprema Junta Central había designado a un militar profesional destacado y experimentado. Pese al descontento generalizado que provocó dicha designación, Cisneros se presentó el 24 de marzo ante la Junta Central de Sevilla a recibir las directivas correspondientes. Según las autoridades españolas la situación en el Río de la Plata era harto complicada. La administración pública era un emblema de abusos de autoridad de toda índole, especialmente en la delicada esfera de la Justicia. Según una instrucción entregada a Cisneros, era deseo de su Majestad que “se olvide el principio abominable de que la opresión es la que tiene sujetos a los pueblos y que V.E. sustituya en su lugar la máxima que la conviene al gobierno liberal y justo que ejerce S.M., de que los hombres obedecen con gusto siempre que el Gobierno se ocupa de su felicidad. En su consecuencia deberá V.E. tratar de proteger y fomentar el comercio de aquellos habitantes, con recíproca utilidad suya y de la Metrópoli” (1). Evidentemente a la Junta Central le había llegado una información lapidaria respecto a lo que estaba aconteciendo en estos lares. Ello explica la confianza que depositó en Cisneros cuya misión fundamental era poner la colonia en orden.
El gran problema que tuvo Cisneros aún antes de emprender el viaje rumbo al Río de la Plata fue el cúmulo de información contradictoria que recibía minuto a minuto sobre la situación en el Río de la Plata. Quedaba así en evidencia la desorientación que reinaba en la intimidad de la Junta Sevillana. Ello obligó a Cisneros a analizar con sumo cuidado los informes que le acercaban y cotejarlos con lo que decían algunos testigos rioplatenses, para poder actuar con la responsabilidad que la situación ameritaba. No quería, por ende, dar ningún paso en falso. La mejor noticia que recibió provino de la propia Junta Central: lo autorizó, apenas arribara a Buenos Aires, a actuar con entera libertad. En otros términos: decidió no condicionarlo para que no se sintiera un títere del gobierno español. Una libertad, cabe aclarar, relativa ya que poco antes de su viaje recibió el último “consejo”, según el cual debía hacer todo lo que estuviera a su alcance para enervar los afanes independentistas exhibidos por sectores de la población de Buenos Aires. La Junta Central consideró, por ende, que Cisneros era el hombre adecuado para aplastar cualquier intento de rebelión en el Río de la Plata.
Cisneros arribó a Montevideo el 30 de junio de 1809. Estaba convencido de que Buenos Aires era un hervidero político. En realidad, las ideas de independencia no eran populares. No había, en aquel momento, una opinión pública que las apoyara. Sin embargo, había grupos, como los miembros del partido Carlotista, que estaban “inquietos”. Así lo reconoció Felipe Contucci, quien residía en Buenos Aires trabajando por el reconocimiento de la infanta Carlota. Según su mirada, en marzo de 1809 “unos están prontos a reconocer cualquier dinastía, sea francesa, española o musulmana, con tal que hallen en ella la conservación de sus puestos y empleos y la continuación de las restricciones comerciales; otros desean un gobierno que de esperanzas de reformar la administración y proscribir toda especie de restricciones. Este último partido es el más numeroso pero sin influencia en razón de la discrepancia de sus planes y proyectos; aquél, muy inferior en número, prevalece en razón de la unión y la identidad de vistas e intereses, y riquezas”. Según Contucci este partido estaba compuesto por “el gobierno y los comerciantes” mientras que el otro partido, por “los agricultores, los hombres de letras y los eclesiásticos”. Y advertía que si el partido más débil llegaba a equilibrar su fuerza con la del partido del gobierno y los comerciantes, se crearía un vacío de poder que obligaría a la Corte de Brasil a intervenir con su poder armado. Cabe aclarar que la posición de Confucci era totalmente interesada ya que lo que en el fondo deseaba, porque era funcional a sus intereses (y a los de la infanta Carlota), era precisamente la intervención de la Corte brasileña.
(1) Roberto H. Marfany, Vísperas de Mayo, Ed. Teoría, Buenos Aires, 1960, citado por Carlos Floria y César García Belsunce, Historia de los argentinos, Ed. Larousse, Buenos Aires, p. 276.
El pingüino
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