Durante la campaña electoral de 2015 el por entonces candidato presidencial de Cambiemos, Mauricio Macri, aseguraba a quien quisiera escucharlo que apenas se sentara en el sillón de Rivadavia caerían como un maná del cielo las inversiones foráneas que ayudarían al país a ingresar al primer mundo, que la inflación era un problema de fácil solución y que jamás devaluaría. ¿Cinismo puro o pecado de soberbia? A esta altura de los acontecimientos me parece que en ese momento creía realmente en esas promesas. Confieso que hasta hace poco no dudaba de su cinismo, de su increíble capacidad para tomarnos el pelo. Ahora me inclino por la hipótesis de la soberbia. Es probable que se creyera un elegido por la naturaleza para conducir los destinos del país, que estaba destinado por la providencia a señalar un punto de inflexión histórica, un antes y un después de su presidencia. La realidad, una vez más, impuso sus condiciones. El presidente comprobó muy rápidamente que la avalancha de inversiones de afuera no había sido más que una expresión de deseos, que el mundo no era como Macri creía que era. Es obvio que el presidente no tuvo en cuenta algo elemental: en el concierto internacional la Argentina es irrelevante y si bien fue mimado de entrada por Obama y Merkel, ello se debió en buena medida a las necesidades estratégicas de ambos líderes, fundamentalmente de Obama. Occidente jamás vio con buenos ojos al kirchnerismo, al que juzgaba demasiado ligado al “eje del mal”. El cambio político radical que significó el triunfo de Macri en el ballottage fue recibido con beneplácito por Estados Unidos y Europa porque un dirigente pro mercado llegaba a la presidencia.
Ahora bien, la “amistad” de Obama, Merkl y compañía se redujo a lo estrictamente simbólico. Para que se tradujera en hechos concretos, es decir en ayuda económica, Macri y el mejor equipo de los últimos 50 años debían demostrar que estaban capacitados para gobernar, para tomar decisiones económicas coherentes y sustentables. Desde el principio Macri demostró que el endeudamiento externo era la única manera que tenía para financiar su gobierno y, de paso, garantizar la fuga de capitales. Sin fondos frescos, el gobierno comenzó una alocada carrera de endeudamiento creyendo, quizá con una cierta cuota de ingenuidad, que gozaría de una larga vida. Se equivocó groseramente. En enero de 2018 Wall Street le demostró que por más que fuera uno de los suyos, no podía continuar con el endeudamiento hacia el infinito. En un abrir y cerrar de ojos los lobos del centro financiero mundial decidieron no seguir prestándole dinero a un gobierno al que le habían perdido la confianza. Macri acababa de recibir un golpe fulminante en su mandíbula. Sin un plan alternativo, entró en desesperación que muy pronto se transformó en pánico cuando comenzó, promediando abril, una corrida cambiaria que hasta ahora no se detuvo. Incapaz de controlarla el presidente cometió un acto de sincericidio al acudir desesperadamente al FMI clamando por una ayuda financiera imprescindible para su supervivencia política. Si Lagarde hubiera bajado su pulgar, Macri y su gobierno se hubieran desmoronado como un castillo de naipes. No lo hizo pero no por razones humanitarias sino por razones económicas y estratégicas. Como prestamista internacional de última instancia, el FMI le impuso a Macri severos condicionamientos que, siendo fiel a la tradición argentina en la materia, no cumplió. En tres meses el acuerdo se cayó, Luis Caputo renunció a la presidencia del Central y el dólar se ubicó en los 40 pesos.
En una decisión incomprensible desde el punto de vista de la estrategia política, el presidente anunció un segundo acuerdo con el FMI sin que, aparentemente, la propia Lagarde estuviera al tanto. Lo cierto es que, otra vez por razones económicas y estratégicas, el FMI volvió a ayudar al gobierno pero ahora con un paquete de exigencias muy, pero muy pesado. El “acuerdo” fue el siguiente: adelantamiento para 2018 y 2019 de los miles de millones de dólares que correspondían a los años 2020 y 2021, un adicional de 7100 millones de dólares y el cumplimiento de un severísimo plan de ajuste. En este contexto aterrizó en la presidencia del Central Guido Sandleris, un economista ortodoxo que no hará más que cumplir las órdenes del FMI. La política monetaria que anunció hace unos días es, en realidad, la política monetaria ordenada por Lagarde y los suyos. No se trata de ninguna novedad ya que a comienzos de los noventa el genial Tato Bores aludía con su brillante talento a la decisión del gobierno de Menem de secar la plaza de pesos para evitar el aumento del dólar.
Macri se encuentra atado de pies y manos, está atrapado sin salida. Está, a raíz de ello, dispuesto a todo con tal de llegar con oxígeno a octubre de 2019. Por eso, como bien dice Cufré, si tiene que cometer todo tipo de atrocidades económicas, no dudará en cometerlas. Hoy el país no está gobernado por Macri sino por Christine Lagarde, quien a su vez reporta a Donald Trump, muy interesado en garantizar la supervivencia política de su “amigo” presidente argentino. De aquí a fines del año próximo nos esperan más recesión, más desempleo, más devaluación, más tarifazos. Es el precio que deberemos pagar por haber elegido a Macri como presidente de la nación. Ahora, sólo cabe rezar para que la oposición sepa estar a la altura de las circunstancias y se presente unida en 2019 presentando a la sociedad un plan alternativo de gobierno serio y responsable, capaz de convencer a los argentinos de que vale la pena confiar en ella. Si se presenta dividida entonces no habrá derecho al pataleo, porque le habrá servido en bandeja a Macri su reelección y la continuidad de un ajuste que inexorablemente terminará mal, muy mal.
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